Katherine no conoce la vergüenza, la desidia, el decoro, la mojigatería y el achante

jueves, 5 de mayo de 2011

Carta abierta a Marta Ruíz


Tal vez sea muy atrevido de mi parte escribirle una carta a Martha Ruíz, empezando porque no sé a ciencia cierta si el Marta de ella es como el de mí tía Martha Lucía, o como el de Marta Lucía Ramírez. Por eso me dan ganas de cambiarle a esto el título y escribir una “carta abierta a la señora Ruíz”.

Le escribo estas líneas (frase cliché para entrar en confianza) para agradecerle mi inclusión en su taller de crónica todos los sábados que se vienen hasta que estemos muy cerca de las elecciones regionales. Mis sábados brillaban con niños de Ciudad Bolívar hasta que decidió usted aceptarme y cambiármelos por la iluminación de su conocimiento. Espero que este taller me dé algo para yo darle a ellos y así quitar el cargo de conciencia que siento por abandonar mi trabajo social sabatino.

Yo la verdad siento que usted ha sido engañada y que por eso me aceptó en el taller. Quisiera contarle detalles escabrosos de mi vida para que lo piense usted todo, excepto que yo soy una ciudadana intachable, absolutamente digna de un Nobel de Paz, la Barack Obama criolla.

Nací el 26 de noviembre de 1984 en la Clínica de Seguros Sociales de Pereira. Nací ahí porque mi señor padre era por esas épocas un diligente empleado del Banco Anglo Colombiano (luego Loys TSB Bank y ahora Banismo, creo).

Mi señora madre se ocupó a las labores de ser mi madre, por lo que yo tuve el privilegio de tener como jardín infantil mi propia casa y como trabajo de estimulación temprana evitar morir mientras vivía en una vivienda en construcción del Barrio Villa Hermosa, en Santa Rosa de Cabal.

Podría yo no estar contando el cuento si mi mamá no hubiera aprendido crochet cuando yo era un bebé, para hacerme muchos sacos que combinaran con los vestidos, que ella también aprendió a hacer. Después de tomar la siesta un día cualquiera de 1986 uno de mis primos pasó desprevenido por una habitación del primer piso de la casa (si, era de dos pisos y yo dormía la siesta en el segundo) donde se guardaban los materiales de construcción y vio algo rosado colgando del lugar donde debería estar el techo.

Era yo, colgando de mi saco rosado, moviendo mis piernas con medias rosadas y jugando con mi vestido rosado mientras una puntilla me mantenía alejada del piso, de otras puntillas, guaduas y ladrillos. Por mucho tiempo mi mamá guardó el secreto de cómo el saco de crochet me salvó la vida, y sólo fue develado hasta que mi papá me perdió en un supermercado, como 13 meses después.

Habrá notado usted que la familia Loaiza Martínez no se caracterizaba en sus inicios por sobreproteger a la hija única. Por eso cuando me vea notará usted las múltiples cicatrices en frente, rodillas y codos, causados por esa libertad sin límites que me otorgaron incluso hasta entrada la adolescencia, cuando era la única del salón que podía volver de la fiesta “cuando te aburras, bebé” (y la bebé se aburría antes que todas las amigas).

Luego de eso empecé a vivir sola, fui mesera en Estados Unidos, niñera por esos lados también, vendedora de almacén en las vacaciones de la Universidad en Pereira, aspirante a practicante de El Espectador.com, practicante de El Espectador.com (como fotógrafa), periodista judicial de El Espectador.com, eliminada por recorte de El Espectador.com y una semana después periodista en El Periódico de los Colombianos, luego judicial en Colprensa y finalmente donde me ve, en Terra.

Durante esos años (tres casi cuatro) en Bogotá cambié de amores en varias ocasiones, de tallas de pantalón, amigos, estrato sociale e incluso de tipo de zapato (de la valeta calentana a la bota de gamuza y luego de plástico con corazones), la clase de blusas (de la tira inclemente al cuello tortuga) y el tamaño del calzón (sin detalles).

Que si he peleado? Claro. Una vez con John Cortés, creo que se llama, quien para la época de la álgida discusión se desempeñaba como jefe de prensa de César Gaviria. También con Marta Lucía Ramírez, candidata a ser candidata a la Presidencia. También durante una noche memorable y a través de twitter con Gustavo Gómez, cuando me acusó de ser fea y yo de no saber quiénes son los pitufos.

Como verá usted, no soy bienvenida en un ala del Partido Liberal, otra del Conservador y en las mañanas de Caracol Radio. No me enorgullece decir que una vez me tropecé en la salida de un baño con Jorge Alfredo Vargas y no supe si trabajaba en RCN o Caracol, pero sí que la primera vez que vi a Messi se me hizo indéntico a Pinocho en la versión de Roberto Benigni.

* En la foto, con un perro que no es el mío. Yo tengo dos, el labrador chocolate que acabó con los muebles y la criolla negra que espanta a las visitas.