Katherine no conoce la vergüenza, la desidia, el decoro, la mojigatería y el achante

jueves, 28 de julio de 2011

Así reza Katherine Loaiza

El martes le pregunté a Andrés Felipe Solano si no le costaba trabajo escribir siendo feliz y casi se cae de la silla al estilo Condorito. Aunque se burle de mí el señor Solano y los demás escuchas de la pregunta ese día en el Externado, Katherine Loaiza Martínez sigue supremamente angustiada porque sólo le salen de la punta de los dedos frases dignas de una carta de amor, o de tarjetas de Gusanito.com

No es que me esté quejando de mi felicidad infinita, ni mucho menos que me arrepienta de haber encontrado a un atractivo caballero de ojos claros que me hace sentir absolutamente englobada, no señor. Tampoco estoy discutiendo que el sujeto en cuestión me escriba versos con una rima intuitiva encantadora, ni estoy pidiendo que cesen los detalles, las llamadas, las cenas y las caminatas de la mano en medio de carcajadas.

No estoy rogándole a Dios que aleje de mí al causante de mi cara de tonta, al que me hace reír aunque pasemos horas sin hablar, al que me hace estar tan contenta como para saludar a todo el que me encuentre y no dejarme afectar por sus frías o ausentes respuestas citadinas. Mucho menos estoy pidiéndole al universo que me quite las ganas de levantarme temprano, escribir hasta tarde, escuchar canciones ñeras, buscar en youtube todo lo que tenga la palabra “love”, al que hace que quiera estar patinando, leyendo, escribiendo.

Lo único que le suplico al universo, a Dios, al cosmos, a la alineación de chakras es que, por amor a ellos mismos, me permitan usar mi felicidad infinita, profunda e inexplicable para producir un texto coherente, divertido y glorioso que hable sobre el cantante que he estado persiguiendo desde hace un par de meses.

Nada más. Puedo soportar todo lo demás como una sierva de maravillas que hace caso. Puedo recibir la alegría incontenible sin quejarme. Sólo necesito escribir. Punto.

domingo, 3 de julio de 2011

De por qué deberían ser prohibidos los besos

No deberían prohibir todos los besos, sino exclusivamente el primero. El primero es el peor, el que más sensaciones de incertidumbre, inseguridad y desatino traen al cuerpo. Lanzarse a las tenebrosas y desconocidas aguas de la boca ajena le acarrean al ser humano en disposición de dar el primer beso más líos que beneficios y por eso debería prohibírsele hacerlo. Con ello de tajo se le quitaría la obligación de pensar en todo el asunto y la humanidad entera libraría al tiempo una bocanada de alivio.

Hay que pensar por ejemplo en una típica situación de cine. La película puede ser buena o mala, pero para los primeros besantes en potencia se convierte en un suplicio de 120 minutos, de estar pensando que cualquier minuto es al tiempo el instante perfecto y el peor para lanzarse a dar un chapuzón en la boca ajena.

Si uno de los potenciales besantes no desea contacto con la cavidad bucal del otro, la maldición recaería sobre el aguerrido, que encontraría rápidamente un contundente rechazo a su acción valerosa, que podría incluso incluir violencia física o un penoso “no te equivoques” como respuesta.

Ese es otro de los problemas del primer beso. Pensar en la posibilidad del rechazo, acarrea consigo problemas físicos: debilita los músculos faciales, momifica las piernas, llena de un hormigueo constante a las manos, dejando como consecuencia un primer besante torpe, que apenas puede mover los labios o acercarlos a la boca del otro, con movimientos irregulares, poco sensuales, más desalentadores que las esperanzas de obtener un segundo beso con la misma persona.

Alguien podría apuntar que es más fácil lanzarse al beso en otro tipo de situaciones donde el contacto no sea horizontal lateral sino frontal, como en un baile, o en una parada de bus. Un movimiento rápido que parezca una casualidad forzada y si las diferencias de estatura no son considerables, dar el beso sería cuestión de esperar al contacto visual adecuado, o al instante de descuido que incite a estrellar las bocas y esculcar si existe compatibilidad.

Tanto en este como en el caso del cine existe un factor más a considerar: el sabor con el que quedará marcado el primer beso. ¿Acaso está bien que la primera impresión de la boca ajena en sus papilas gustativas sea la de palomitas de maíz con gaseosa? O en el caso del paradero, ¿al reducto de lo que estaban haciendo antes de estar ahí, el sabor amargo de una cerveza, la sensación de descomposición de un coctel de frutas tomado ya varios minutos antes?

Agregarle al primer beso el sabor del chicle puede ser una idea peor que la de arriesgarse con la combinación de comidas y dientes sin cepillar: con la torpeza y el nerviosismo que produce ese contacto atropellado, el chicle podría terminar enredado en los dientes del contrincante, o entremezclado asquerosamente con el chicle del opositor. Ese tipo de hipotéticas situaciones embarazosas aumentan la incertidumbre agregándole a los síntomas previamente mencionados uno que lleva al escarnio público: flojera estomacal.

Finalmente existe un asunto que aunque pueda causar escozor en quien planea dar un primer beso, es importante que sea tocado: ese primer contacto determina, de tajo, si existirá a futuro amor o no; si podrán verse a la cara en otro momento y sentir absoluta repulsión o un virtual amor eterno. No debería permitirse cargar el peso tan grande de un movimiento bucal tan sencillo.

Sin embargo, del segundo beso en adelante todos estos infortunios no tendrán lugar. La confianza estará dada, los besantes sabrán las reglas del juego y no habrá lugar a quejas por chicles mal puestos o besos imprudentes en la mejor parte de la película. Sólo el primero, el peor, es el que debería ser prohibido. De por vida.