Alfredo Devia me había dicho que nos viéramos en Teusaquillo, el domingo sobre las seis de la tarde. Por eso cuando me levanté al medio día, arrepentida de no haber ido a la ciclovía y todavía más de haberme tomado dos cervezas en lugar de una, lo pensé todo, excepto que iba a terminar mi día rodeada de pseudohippies en Plaza de las Américas.
Alfredo Devia era el único contacto que había conseguido después de una semana de buscar entre colegas y redes sociales a alguien de Tercera Fuerza, a quienes se les conoce por ser unos –qué paradoja- nazis criollos.
Con todo lo misterioso que puede llegar a ser un nazi criollo, no me sorprendió que me citara un domingo a las seis de la tarde. Un domingo, cuando uno se da cuenta que no tiene amigos porque todos tienen demasiada pereza como para acompañarlo a uno a verse con un nazi criollo.
Toda la semana, después de hablar con él, me pasé averiguando entre los que pude cómo lucía el hombre. Un colega me dijo que un día Devia lo había amenazado por haber publicado lo que no debía. Un exnovio me aseguró que le había comprado las entradas a un concierto una vez, y que me recomendaba que no lo hiciera enfurecer, porque el hombre me llevaba, por lo menos, dos cabezas de ventaja a lo que estatura se refiere.
Con estas y otras malas referencias me decidí a confirmar nuestra cita sobre las dos de la tarde del domingo. “Llámame a las cinco, que estoy almorzando con mi mamá”. El nazi criollo tiene mamá. Y cuando almuerza con la mamá prefiere que lo llamen más tarde.
La mamá del nazi criollo debe vivir en las Américas, o al nazi criollo le encanta el sabor a bogotano no ario que se vive en ese sector porque decidió citarme, en la llamada de las cinco, en la entrada amarilla de Plaza de las Américas.
Sin saber muy bien para dónde iba, y conociendo poco o nada la diferencia entre la avenida Boyacá y la Primero de Mayo, me aventuré a montarme en un bus diminuto y muy lleno rumbo al lugar desconocido, sin amigos, sin ciclovía, con el efecto todavía de la cerveza de más que me había tomado la noche anterior.
A las siete menos quince, el hombre que le daba indicaciones a su hija sobre cómo sacar a relucir su religión como excusa por no llevar el dibujo de la virgen de tarea, me dijo “bájese aquí”.
Un cristiano me ayudó a no perderme la cita con el nazi criollo, pensé al bajarme del bus y mientras me abría la chaqueta, pues le había dicho al sujeto que iba yo de blusa morada, no de chaqueta negra.
Mientras lo esperé ahí parada me puse a pensar que el nazi criollo podía ser cualquiera de todos los que estábamos esperando cualquier cosa en la entrada amarilla de Plaza de las Américas.
Podría ser el tipo de chaqueta café que aunque no lleva audífonos baila una canción con la cabeza; o incluso el que lleva el cochesito mientras toma de la mano a su esposa adolescente con desgano.
Pienso que podría hasta ser el ‘bogohippie’ que le ofrece collares a las señoras que pasan por ahí, y parece que lo pensé mirándolo tanto que lo atraje con la mirada. Me ofrece una manilla, o un anillo o cualquier cosa de su paño de artesanías que él no hizo y ante mi reiterada negativa me invita a que no solo me arregle “por fuera sino por dentro”, ofendiendo mi peinado dominguero-post-trasnocho.
A las 7:03 suena mi teléfono y es Alfredo. Me pregunta si ya llegué y me asegura que va a parquear el carro y que ya llega. Me quedo mirando y cuando lo veo de lejos me doy cuenta que obviamente no iba a ser el de chaqueta café ni el que regala anillos. Les hubiera faltado la cicatriz debajo de la oreja, la ropa negra, las Dr. Martens.
Me mira de reojo y como ve que le sonrío me pregunta “¿Terra?”. Katherine, le aclaro y le estiro la mano, que se pierde entre la suya con un apretón demasiado gentil para esa estatura.
Lo invité a tomar un café pero no quiso. Lo invité a sentarse en una mesa y el escogió otra. Acepté a su capricho y vi cómo me preguntaba con sus ojos negros, tan criollos como los míos, qué pretendía yo con la entrevista.
Le pedí de todo y me dio casi nada: una sesión de fotos, responder todas las preguntas que quisiera pero sólo por internet y la posibilidad de ser censurada en Tercera Fuerza si el resultado de toda la indagación no resulta de su agrado. No me lo dijo pero lo supe, podría correr la misma suerte del amenazado si no le gustaba mi interpretación de los hechos.
Me impresionó de nuestro corto encuentro que el hombre hizo gala de excelentes modales. Sonreía a los niños, limpió la mesa donde nos sentamos, puso su celular en silencio y siempre esperó a que yo terminara la frase para empezar la suya.
“Por qué quiere hacer esto”, porque mi editor está 'obsesionado' con ustedes, pensé, pero le mentí diciendo “porque me parece fascinante el tema y ustedes no se han dejado entrevistar”. Y con eso le robé una sonrisa cortés, pero mentirosa.
Me dieron ganas de la preguntarle cómo había logrado una cicatriz en forma de luna debajo de la oreja izquierda, pero me le miré los brazos musculosos, los dos metros de estatura, las botas rojas de suela gruesa, la fama de poca tolerancia de Tercera Fuerza ante las diferencias sociales, y prefería aguantarme la curiosidad.
Cuando empezó a mover nerviosamente la pierna izquierda supe que era hora de despedirme. Le pedí indicaciones para llegar a TransMilenio y me dijo que tuviera cuidado porque la zona no era muy bonita y había que caminar varias cuadras. Salimos caminando despacio, me miró los Converse morados con desdén y le pregunté sin necesidad si el camino que debía tomar era a la derecha, derecho, diez cuadras.
Nuevo apretón de manos, con la misma delicadeza nazi que puede salir de su mano. Le mostré una vez más el correo que me había dado, verificando que hubiera escrito bien el ‘Reich’, empiezo a caminar y a los tres pasos volteo a verlo, él hace lo mismo. Me sonríe, le sonrío y le agradezco a dios no haberme dejado enamorar de ese nazi criollo.
*Primera tarea para el taller de crónica. El tema era: el peor día de su semana.