Katherine no conoce la vergüenza, la desidia, el decoro, la mojigatería y el achante

martes, 27 de octubre de 2009

El rompimiento de monotonías

Todos me abandonaron ayer para la hora del almuerzo, entonces decidí irme solita, como cuando Marce y Rocío no tenían ganas de ser vegetarianas, y divertirme escuchando las conversaciones ajenas. La de ayer, sin embargo, no fue para nada emocionante.

En la misma habitación de esa casa-restaurante, además de la solitaria Kate, había un grupo de cuatro mujeres y dos hombres, todos casados. Me di cuenta de eso, porque mientras comía arroz chino sin carne, escuché minuto a minuto la desagradable conversación que se estaba llevando a cabo entre ellos. Es tan absolutamente desagradable el recuerdo de esa charla desafortunada que ni quiero escribir más al respecto, sólo diré con timidez que escuché mucho las palabras placenta, sangrado, costras, ardor y, cómo no, contracciones.

Una de las mujeres estaba en embarazo, y pareció que la pancita incipiente les recordó a todos sus mejores momentos a la hora del nacimiento de sus hijos. Mi arroz chino nunca me había sabido tan prenatal.

El episodio me recordó, por otro lado, una serie de eventos ocurridos durante los días anteriores y que me rompieron completamente la monotonía. En primer lugar el bus que me dio la bienvenida con un muy colombiano 'welcom', así, sin e.

Un par de días antes, el sábado, tuve una noche que me recordó mucho a Pereira. Bogotá estuvo más pereirana que nunca, excepto por lo del frío que obligaba a usar chaqueta, y por lo de la llovizna que acabó con los risos naturales.

Estuve viendo a Kraken, después de por lo menos 3 años de haberlos visto en mi amada Pereira, sentada en el teatro Santiago Londoño. Después de estar en ese concierto, salí en Telecafé, como una rockera espectadora de pelo alborotado y media UCPR se dio cuenta del asunto.

Del concierto lo que más recuerdo no es precisamente a Elkin Ramírez con abrigos que parecían vestidos de coctel, ni las varias docenas de cámaras de video grabando los hechos. Lo que conservaré en el cajón de los 'keepers' será la imagen de dos personajes, que hicieron mi noche.

El primero de ellos, bondadoso en sus carnes, se sabía todas las canciones, incluidas las del último álbum. Tomaba cerveza con mucho sentimiento, como si con cada sorbo estuviera besando a la mujer de su vida, una costeña gricesita, redondita y jugosa, como él.

Luego hizo lo que yo tanto me temía: hizo una llamada durante la que le cantó a quien quiera que haya contestado (léase buzón de voz, amigo, amiga, ex, mamá) a todo pulmón una canción que, si mal no recuerdo, era lenguaje de mi piel. Me sentí tan mal de ver la escena más bien como inclinada hacia lo patético, que estuve muy cerca de darle yo el beso que el sujeto estaba buscando.

Por fortuna, antes de que pudiera correr a los brazos del hombre de las carnes, otro personaje se robó mi atención: un sujeto que se había quitado la camiseta y ahora abrazaba con su espalda sudorosa, a todo aquel que se le atravesaba por el frente.

Una roquera sexi, de las que no se ponen zapatos ortopédicos, logró escabullirse de sus brazos después de un par de canciones, entonces el tipo procedió a abrazar una bandera, que usaba por ratos como sombrero, poncho y cobija.

Algo pasó y de repente vi que se habían encontrado, en un gran abrazo, el joven de las carnes y el sudoroso, y cantaban juntos y felices las canciones de cierre del concierto. Me sentí feliz por ellos, sentí que al final de cada concierto (como la vida misma), cada cual tiene a su gordito sudoroso esperándolo. Volvió la esperanza a mi vida.

Para el recuerdo, una foto de mi época extrema, en la que me la pasaba rompiendo las monotonías

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