Katherine no conoce la vergüenza, la desidia, el decoro, la mojigatería y el achante

jueves, 29 de octubre de 2009

Jorge, el de los zapatos viejos. Parte I

Los zapatos viejos en Cartagena. La de la foto no soy yo, la googlié

En días pasados llamamos a quien me llevó al bar donde recibí gas lacrimógeno, 'Henry', por motivos de seguridad. Esta vez el protagonista de mi historia, una persona de carne y hueso, se llamará 'Jorge'. En este caso particular los motivos no son de seguridad, son de pura y física vanidad.

Tenía yo que ir al centro y Jorge también. Regularmente ir al centro no implica mayores esfuerzos, excepto si se es de la llamada -mal llamada- provincia. De pequeña incluso me tocaba cambiarme de ropa, dejar los tenis rotos y peinarme, para que mi mamá se dignara a llevarme con ella a hacer las vueltas al centro de Santa Rosa de Cabal.

En Bogotá, por otro lado, ir al centro no requiere de cambio de ropa. Realmente a nadie le importa si uno se va en pijamas o en vestido de coctel. El problema aquí es de movilidad: trancones causados por obras, trancones causados por exceso de vehículos, trancones causados por accidentes, trancones causados por marchas: un viaje de 30 minutos puede convertirse en un suplicio de una hora y media.

Es por eso que el hecho de que casualmente Jorge y yo tuviéramos que ir al centro, se convirtió en todo un evento. Lo pensamos, lo analizamos, lo consultamos con nuestros asesores de tiempo y finalmente tomamos la decisión: ir al centro, recorrer por lo menos 90 calles en bus para lograr nuestros cometidos particulares.

Mi objetivo era sencillo: debía yo conseguir una información para hacer una noticia, para después. Jorge, sin embargo, más ambicioso que yo, buscaba darle un vuelco radical al aspecto de sus zapatos.

Mi curiosidad e ignorancia provincianas me llevaron a hacerle la pregunta que era de esperarse: ¿trajo unos de repuesto para dejar esos en la ‘remontadora de calzado’?
Jorge no pudo evitar la risa. Me sonrojé al pensar que había preguntado yo una impertinencia y busque en el cajón del desembarre una frase para salirme del apuro.

No tuve que usarla, porque mientras yo pensaba en cómo quitarme el color de la cara, él ya estaba invitándome a acompañarlo a ese sitio donde uno manda a arreglar los zapatos y no tiene que llevar unos de repuesto. Me olvidé de la noticia y lo acompañé.

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