Katherine no conoce la vergüenza, la desidia, el decoro, la mojigatería y el achante

jueves, 5 de noviembre de 2009

Los tiempos de escaladora


Encontré en mi correo esta crónica, que escribí hace por lo menos un año y medio. La monto a pedazos y espero también, fragmentados comentarios al respecto.


Primero me conseguí al amigo: se llama Javier, es escalador y montañista apasionado, de los que ve un frailejón aporreado y deja entrever en sus ojos un brillo lloroso, que genera un sentimiento como de solidaridad en quien lo mira. Después de conocido Javier, era cuestión de tiempo visitar junto a él y su equipo Carburando, una de tantas montañas colombianas. Su favorita en particular es el Volcán Nevado del Tolima, en Ibagué, donde entrenan muchos de los colombianos que luego visitan el Everest.

Con más de una decena de horas de camino por delante, y como un quiz sorpresa, me dice que vayamos, que el camino es duro, que hay muchas cascadas y que en la segunda parte del camino hay raíces a manera de escalones; como postre me ofrece escalar en nieve, con crampones y piolet (garras y martillo afilado). Y yo, enamorada eterna de la montaña, digo que si, apelando a mi voluntad de puta, en el buen sentido: escaparme un poco de mi realidad de provinciana-citadina.

Llegó finalmente el día en que la promesa se hizo tangible. Pasaron tres o cuatro horas de sueño en un bus hacia Ibagué, donde hace calor pero no a la madrugada, y menos cuando se tiene que esperar al tercer elemento del viaje: un chico rasta con el cabello hasta la cintura, escritor de algunos de los cuentos cortos más conmovedores que he leído en mi vida y que responde, entre muchos otros, al nombre de Felipe.

Felipe llega a eso de las nueve de la mañana, cuando daba yo el último mordisco a mi empanada trasnochada y grasosa de terminal. Dos horas después, y con el constante olor a leche fresca, despertaba ya de un sueño empedrado cerca de El Silencio, desde donde mis pies, estrenando botas moradas, debían prepararse para las en extremo agitadas horas de camino que los esperaban.

En el Rancho, que nos sirvió de casa durante dos noches intermitentes, nos recibe con sonrisas Paula, hija de los agregados nuevos, y que, por la lejanía de su hogar en medio de un maravilloso cañón, cuenta con amigos sólo cuando intrépidos turistas se atreven a desafiar lo escarpado de la montaña. Debe tener unos seis años, y disfruta mucho de las lentes de las cámaras.

A la mañana siguiente, madrugando como buen guerrero, trepo mi maleta al hombro: me quedó un poco mal empacada, la espalda se asemeja a una esfera imperfecta, pero no me quejo. Si estoy en la montaña, nada en puede afectar ese sentimiento de felicidad.

Cuando el cansancio me acosa pienso en una canción de plancha o en una de con aires pop, me imagino bailando con mi disfraz de Olivia en la casa de alguna amiga de la adolescencia, y así van pasando frente a mis rodillas levemente lastimadas todas las maravillas de Raíces, Tierra de Gigantes y Piedras Lisas.

Cada tramo del camino apela a la mínima abstracción: Raíces pareciera un complot de la montaña, donde todos los árboles buscaron arraigarse al inicio de esta, y bajaron sus interminables tentáculos para evitar que lo más flojo de la ciudad disfrute de lo que viene más arriba. Tierra de gigantes es un pequeño premio para quienes superaron triunfantes la escalada inicial: hojas de árboles que doblan en tamaño a todo aquel que se atreva a mirarlas, árboles que confunden sus copas con los rayos del sol y troncos caídos que sacrificaron sus vidas para que otros se alimenten de ellos. Piedras lisas es el gran patinódromo, imagino aquí a los riachuelos agarrados con fuerza de las piedras, para desafiar a las botas que se jactan de tener suelas antideslizantes.

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