Un día en el que decidí volverme su Presidente. Crónica de una relación poco diplomática.
Uno piensa que los improperios del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, no le van a tocar sino a través de los micrófonos, hasta que decide cambiarse de casa, irse a vivir al primer piso de un edificio de tres, que tiene patio central al que todos los vecinos tienen acceso a través de ventanas sin reja.
Es entonces cuando uno se convierte en el presidente Álvaro Uribe, el labrador de diez meses, en el acuerdo militar con Estados Unidos y la mejor amiga, en el canciller Jaime Bermúdez.
Los vecinos del segundo piso, del apartamento más grande de ese nivel, son indiscutiblemente Venezuela. La bebé de 11 meses de nacida es el armamento ruso, su madre es Chávez y el esposo, una mezcla entre Nicolás Maduro y Ramón Carrizales.
Las dos chicas del apartamento más pequeño son algo entre Bolivia y Perú, a ratos un poco más costeñas, pero siempre igual de ruidosas.
El tercer piso, por otro lado, es Ecuador. Con un solo apartamento, a ratos se ponen de lado de Chávez (la mamá del armamento ruso) y a ratos de Uribe (yo). La crisis con ellos, sin embargo, ya pasó por su peor momento y ya estamos a punto de reabrir embajadas: les prometimos no volver a bombardearlos por “error” (incursiones intempestivas del perro mojado a su casa) y ellos ya no quieren capturar a nuestros funcionarios (mis ex, el novio de mi Canciller).
La crisis con Venezuela, sin embargo, está en su peor momento. Me dicen todos los días, a través del dueño del edificio (Unasur) que si quiero restablecer las relaciones con ellos, debo desistir del acuerdo militar (mi perro), porque lo consideran una amenaza contra su territorio.
Yo, con mi terquedad característica, me niego a hacerlo, y les digo que es lo mismo que si yo les pidiera que desistieran del armamento ruso (su hija), porque me parece que en cualquier momento me van a causar problemas (llanto a media noche, gritos caprichosos temprano en la mañana, necesidades alimenticias no calmadas a cualquier hora del día).
A diferencia del Chávez original, mis bolivarianos ya pasaron de la guerra fría, a la frentera: en vista de que no he desistido del acuerdo militar, ahora pretenden envenenarlo: le tiran pedazos de carne, de chorizo, botones, monedas viejas.
Yo me niego a pelear. Le he dicho a mi Bermúdez que no diga nada en público; después de múltiples reuniones a la madrugada para fraguar cuál va a ser la estrategia a seguir, para proteger nuestro acuerdo militar, que desde ya, aunque es tan joven, nos ha salvado en esta lucha antidrogas (ladrones del sector), decidimos que la salida más diplomática con el país vecino será la evasión.
A diferencia de la Colombia original, Bermúdez y yo hemos decidido que es el momento de dejar la pelea y trasladar nuestra sede a otra, donde seamos mucho más felices y no tengamos que cohibirle la mordida al acuerdo con los gringos. La nueva morada, lejos de Chávez, augura ser un lugar radiante, lejos de las injurias del bolivariano, con el que nunca he podido tener decentes diálogos diplomáticos.
Como parte de esa confabulación de planetas que hace que un iphone vuele por los aires y todo por una esperanza vana de lograr ver después de tres largos mundiales a una selección Colombia luchar con los grandes del mundo, agradezco que en la mente de una periodista tan zagas y tan buena escritora esté el recuerdo de un colega que entre semana le pone razón a la vida y los fines de semana expresa todo el sentimiento que tiene en su ser. Espero ver a esa colega en alguna presentación algún día y obviamente no hablar de futbol, sino de sentimiento, expresión, poesía y envolvernos en canciones. YO
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